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Pétalos Sagrados

Los regadores. Cada media hora, para evitar que se marchite el incontable número de flores por la fuerza del sol, las alfombras son hidratadas con baldes de agua. / Fuente: Valeria Soto

Cada Viernes Santo, la tradicional Plaza de Armas surcana amanece envuelta en el encanto y el aroma de miles de flores. Así es como los limeños de todas las edades se reúnen para recordar los acontecimientos que más marcaron la vida del Salvador, participando en el XXVII Concurso de Alfombras Florales.

Eran las 11:45 pm. Un camión de la municipalidad de Santiago de Surco había llamado la atención de muchos de los fieles que salían de la Plaza de Armas surcana, luego de haber pasado una inolvidable noche dentro de la parroquia del Señor de la Agonía, recordando lo que en su momento fue la última cena de Jesús como ser de carne y hueso, un Jueves Santo. 

¿Podría tratarse de un conflicto con alguna organización criminal? No lo parecía. Los serenos lucían demasiado relajados como para que fuera así, como si Dios resguardara sus espaldas en todo momento. Sentirse así no era raro, menos aún en plena Semana Santa. ¿“Techito” tiene algo que ver con esto? Esta como muchas otras preguntas empezaron a brotar como un virus cada vez más por las mentes de los ciudadanos de Surco Pueblo.

Pero el abrir de una de las puertas de aquel vehículo municipal disipó la tensión del momento. Todos se llevaron la sorpresa de que ninguno de ellos estaba armado. Más bien, cargaban enormes rejas amarillas, de esas que suelen usarse para controlar el tumulto de fanáticos de un gran concierto. Las iban colocando en cada esquina de la plaza, impidiendo que cualquier vehículo ingresara por allí. O más bien, que no entrara ni un alma… por ahora.

¡Ay, cariño, el concurso de las flores es mañana!”, exclamaba emocionada una de las vecinas del antiguo Jirón Bolognesi, llamando desde su balcón a su marido.

Como ella, muchos se emocionaban al pensar que, en unas cuantas horas, las pistas que rodean el centro de una de las plazas más antiguas de Lima volverían a convertirse en el lienzo de varios murales, bañados con el perfume de miles de pétalos.

Y es que, como cada Viernes Santo, la Municipalidad de Santiago de Surco volvió a organizar una de las celebraciones más emblemáticas del distrito, en la que muchos fieles creyentes demuestran su fervor católico elaborando bellas alfombras florales que les recuerdan por qué esta semana significa tanto para los católicos.

Creer y crear

¿Creen que venir a esta hora fue una buena idea?”, dijo con algo de cansancio Beatriz, una de las muchas trabajadoras, también surcanas, que participaron en el evento representando a la conocida heladería argentina Grido, que hace algunos años ingresó como un nuevo competidor en el mercado peruano, abriendo no hace mucho su primer local en una de las esquinas de la misma plaza, entre el jirón Batalla de Ayacucho y José Gálvez.

Seguramente muchos se preguntarán cómo una empresa extranjera terminó participando en esta actividad, cuando lo habitual eran asociaciones vecinales o instituciones locales. La respuesta es simple. La iniciativa nació de los propios trabajadores del local, que anhelaban ser parte del concurso. Gracias a la coordinación con el personal administrativo, fue posible. Y claro, nadie se opondría si una alfombra hecha de pétalos podía lucirse justo frente a su negocio.

Retomando lo de antes, la señora Beatriz y sus compañeros llegaron exhaustos a la renovada Plaza de Armas, tras una larga caminata desde el letrero de “Surco Pueblo”, en la avenida Ayacucho. El panorama parecía sacado de una película de suspenso: al inicio, caminaban como muertos vivientes en la penumbra de las 4:30 a. m.; pero al llegar, parecían haber completado un triatlón. No era para menos. Muchas calles estaban cerradas por las actividades del Señor de la Agonía la noche anterior, obligándolos a desviarse y recorrer un buen tramo a pie.

Lo que Beatriz no sabía era que todo ese esfuerzo valdría la pena. Y no por ganar el concurso. Era la primera vez en años que volvía a participar, desde aquellos días en que su madre, aún con vida, la llevaba a representar a su colegio. “Siento que fue obra de Dios, traer de nuevo esos bellos recuerdos con mi madresita”, decía con nostalgia, mientras rociaba agua sobre la alfombra recién terminada tras horas de trabajo.

Según contó, otra de las razones que la motivó a participar fue la presencia de sus amigos, quienes también estarían allí para ayudarla a terminar lo más temprano posible y luego ir a desayunar sin apuros. “Créame que si no hubiera sido por ellos, no la hacía venir a estas horas”, entre risas, recordando la travesía que fue llegar a la plaza.

A pocos metros, sobre la misma pista de José Gálvez, estaban los miembros de la Asociación de Comerciantes del Mercado Municipal de Santiago de Surco. Su presencia no sorprendía: cada año eran reconocidos por muchos vecinos como los creadores de las mejores alfombras. Entre ellos, destacaba Jaime, un frutero con más de veinte años en el mercado, que trazaba el boceto con una pasión inconfundible. En estas fechas, él siempre era la excepción.

Las personas que recorrían la zona para observar el avance de cada alfombra se detenían con frecuencia a charlar con él. “Jaime es un soldado traído por Dios, no hay nadie tan bueno como él”, comentaba una vecina que se había quedado conversando con él, mientras paseaba a su bullicioso schnauzer negro.

Él y como casi todos sus amigos del mercado, eran igual de católicos y para ellos, este concurso significa mucho. “Esto es como una prueba espiritual para nosotros”, explicaba mientras ayudaba a marcar con tiza y carboncillo la base de lo que sería a futuro una hermosa obra de arte.

Jaime creía que el trabajo en equipo era lo más importante, más que cualquier cantidad de pétalos. Todo lo que había aprendido a lo largo de los años no solo lo compartía con los nuevos comerciantes que se sumaban al evento, sino también con su propia hija, Valentina.

Con solo 12 años, Valentina era de las más entusiastas en la categoría “Niños”, representando al Coro de Niños de Surco. Desde temprano, deshojaba flor por flor con total concentración, como si su vida dependiera de ello. “No hay nada más lindo que compartir lo que te apasiona con tus hijos”, decía orgulloso el padre, mientras se acercaba a ver a su engreída en acción.

Es en momentos como este cuando uno comprende que el poder de la fe hace posible incluso unir más a la familia convirtiéndola no sólo en una tradición religiosa, sino familiar. “Esta es la verdadera prueba de fe que Dios tiene para nosotros, como sus hijos no podemos fallarle”, según un comerciante de su equipo, mientras cargaba grandes bolsas llenas de flores, listas para ser usadas.  

Armonía de colores

Es curioso cómo, al pasar por este tipo de eventos, uno termina contagiándose del fervor de quienes son protagonistas de la obra, resultando casi imposible no detenerse a ojear cada rincón. La energía es inevitablemente contagiosa. Eso mismo le sucedía a Carmen, más conocida por los vecinos surcanos como Doña Carmen. Ella, junto a otros artesanos, ofrecían durante la semana diversos productos hechos a mano en pequeños puestos instalados por la municipalidad en los alrededores de la plaza.

Su historia no era sencilla, especialmente después de haberse mudado cerca de cinco veces de un país a otro. Juraba que el Perú sería su destino final. Pero sin importar en qué parte del mundo estuviera, Doña Carmen nunca dejó atrás sus raíces, profundamente ligadas a uno de los países más grandes del continente asiático: China. Por eso, cada uno de sus productos lleva consigo un pedazo de su tierra natal.

Este año, Doña Carmen pudo presenciar por primera vez el concurso de alfombras florales, y quedó maravillada con las distintas formas en que los católicos celebran uno de los momentos más importantes de su fe. “Nunca me imaginé trabajar rodeada de tantos aromas frescos y colores tan vivos… es simplemente bello”, comentaba, sin quitarle la vista a las dos alfombras que se estaban armando frente a su puesto.

Desde su llegada al país, un huracán de emociones parecía no tener fin dentro de ella. Las ciudades, las personas, la comida… todo le resultaba perfecto. A pesar de eso, no era lo que más la impactaba. Lo que verdaderamente capturó su atención fue ese cordón invisible que une la religión con las tradiciones del día a día en la vida de los peruanos. Especialmente en la forma en que la manifiestan, como en este mismo concurso.

Aquí la gente demuestra su lado artístico para Dios, sin importar si sean buenos o no”, decía. Algunos lo llamarían creatividad peruana. Otros, un acto de fanatismo hacia Jesucristo. Sea como fuere, todas esas expresiones convergen en un mismo camino: el amor incondicional por el hijo de Dios.

Así como Doña Carmen, que aunque no comparte las creencias ajenas las respeta, entre la multitud que llegaba a la plaza también se veían vecinos paseando. Sin autos, los peatones dominaban las calles. Esperanza, que vivía a una cuadra y volvía cada año desde España para pasar la Semana Santa con su familia, celebraba con alegría el reencuentro con su tierra.

Me acuerdo cuando mis hijas iban al Centro a armar sus alfombras, y ahora me llevo la sorpresa de que esta es mil veces mejor”, hablaba con gran alegría la señora, caminando de la mano con uno de sus nietos. El cielo despejado, el sol en su punto y el viento a favor de los participantes creaban el ambiente ideal. Ella no se equivocaba.

En tiempos como estos, no hay nada mejor que volver a las viejas costumbres. Para algunos pueden no tener mayor significado, pero para otros, grandes y pequeños, es un momento en el que su fe se expresa al máximo, creando verdaderos murales que encantan al público. Porque detrás de cada pétalo, hay una experiencia vivida.

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